domingo, 16 de octubre de 2011

Adónde fue el pensamiento

En formato digital es complicado… escribir así deshumaniza la propia escritura. A pesar del esfuerzo que ello implica, y más en la actualidad de un mundo acostumbrado a la mayor de las comodidades, sólo escribiendo a mano se puede desatar la verdadera esencia de la literariedad y romper las cadenas del pensamiento verdadero.

Antiguamente, en una época que ahora parece más digna de un relato de fantasía que jamás escribiré, yo lo tenía todo. Era el dios de dioses, cada día superando una nueva prueba de valor, expandiendo mis límites hacia el infinito como una espiral. Todo era auténtico, todo era yo. Yo era libre… al menos, dentro de mis límites físicos y mentales.

Luego, la libertad que deseaba se convirtió en una trampa y posteriormente en la falacia que actualmente es. Todo lo que en su día consideré real y cierto ahora se me presenta difuso e irreal, como una especie de sueño náufrago en la marea de caos existencial. Detesto este tipo de universo.

Ahora recuerdo una pregunta que hacía el gordo Fídel para ilustrar la literatura naturalista: ¿por qué yo no y ellos sí? Ahí está la cuestión. ¿Por qué hay gente que puede hacer lo que quiere y yo, que poseo genio para revolucionar el mundo, no puedo? ¿Es una selección arbitraria? ¿Es que ellos tienen más fuerza que yo y, si les contradigo, me pegan? ¿Es que todos me odian y me quieren esclavo? El universo es basura.

Alguien como yo debería perdurar, ésa es la lógica. Lo lógico y natural sería que yo fuera quien puede hacer lo que quiera, pues por algo he luchado toda mi vida para conquistar mi propia libertad. Pero, ¿llega un momento en que uno pide demasiada libertad y debe ser, entonces, confinado por su extrema avaricia? ¿Existe un límite? Es más, ¿quién es el juez que lo impone y que condena al avaricioso que lo sobrepasa? ¿Acaso hay personas mejores que otras? Y, de ser esto cierto, ¿qué las hace mejores? No es una mayor inteligencia, ni siquiera una mayor capacidad física (ya que la violencia física está penada por la ley). Entonces, ¿son mejores porque sí?

Esos deben ser los llamados héroes. Toda esa gente fácilmente manipulable de la que hablan los cuentos, cuya mayor meta es la de frustrar los planes de los villanos (que casualmente es un sinónimo ancestral de campesinos) y establecer un canon de ideales obtusos para las próximas generaciones. Un canon de ideales de no preguntar y seguir mansamente con una existencia vacía, igual que el ganado. Contémplese que las cualidades definitorias de muchos grandes héroes se hallan presentes en ovejas, mulas, bueyes, burros y cabras. ¿Queremos eso como ideal, convertirnos en un heroico borrico?

Por supuesto, luego están los ideales villanos. La inteligencia y la astucia suelen encabezar la lista de cualidades que un buen malvado debe poseer. La curiosidad, la sed de conocimiento, la ambición (cualidad compartida con los campeones olímpicos) son otras cuando menos imprescindibles. Esa gente con un propósito elevado en la vida, que planea y ordena, ésos que no son como los demás (puesto que no son ganado), los que buscan superarse a sí mismos cada día y progresar, los que buscan el porqué de las cosas… ésos son los villanos.

Así, el sistema abrupto que consideramos la sociedad o, cuando menos, mi entorno particular, determina de una forma que haría vomitar al propio Pavlov el comportamiento de sus integrantes… y sus integrantes han caído todos en una trampa puesta desde tiempos primigenios por la misma humanidad, pero no íbamos a eso.

La cuestión es que me han robado el pensamiento. No poseo la libertad de entonces, de expresar lo que pienso… ni siquiera poseo la libertad para pensar. Las cadenas que se me han impuesto llegan incluso hasta mi subconsciente. Estoy preso en mi propia mente… y no puedo escapar. Es más, aunque quisiera, luego tendría que enfrentarme a mis carceleros y, por alguna razón, o me aterra o he predicho ya el resultado que ello acarrearía.

¿Adónde fue el pensamiento? Antiguamente, cuando todavía no era sino un chavalín exaltado sin fuerza ni valor para amenazar la existencia de una mosca, cultivaba ese pensamiento cada día… porque era inofensivo. Todavía, los límites venían impuestos por mi propia inseguridad. Y creía infantilmente que todos me apoyaban.

¿Adónde fue la energía? Cada mañana me cuesta levantarme, porque me pregunto si realmente merece la pena hacerlo. Me pregunto si cambiará algo, si tendré el valor ancestral de atacar a la adversidad y de atreverme a ejercer mi individualidad masiva. Ahora ya ni me lo pregunto, simplemente asumo la inutilidad de una vida sin energía, esa energía capaz de inspirar en mí la libertad del pensamiento, esa libertad que me arrebataron violentamente años atrás.

No en vano, me he comparado con uno de mis personajes de la serie Héroes de Bronce: el dios caído, Erebos. Su historia es una versión mitológica de mi caída en la desgracia existencial, lo que yo he llamado durante varios años el declive.

Y así, mientras nada cambia, mientras todo sigue según la inercia impuesta por la sociedad-rebaño (¿quién habría dicho que la debilidad iba a ser una energía mucho más poderosa que la fuerza?), yo espero inocentemente un auxilio que nunca llegará, peleo con las escasas fuerzas que puedo reunir para recibir golpes cada vez más mortíferos en mi vulnerada pisque, siempre sin posibilidad de triunfo y aferrado a los clavos ardientes de una creencia absurda… mientras mi esencia se marchita poco a poco, sin pena ni gloria.

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